MUESTRA: ADAPTACIÓN DE LEYENDAS AMERICANAS A HISTORIETAS
AUTORAS Y EXPOSITORAS DE LUJO
Hola a todos:
El viernes pasado, a la mañana se realizó una exposición de muestras de las distintas áreas. El departamento de Lengua y Literatura compartió el aula (1° 4°) con el de Lenguas Extranjeras. Hubo muestras y exposiciones excelentes en esta y en las otras áreas, recibimos las visitas y el reconocimiento de autoridades, colegas, alumnos y algunos padres, ¡gracias a todos ellos!. Todo se desarrolló en un clima de cordialidad, interés; los chicos estuvieron a la altura de las circunstancias.
Quiero felicitar, especialmente, a las expositoras de 1° 3°, que presentaron la muestra, y explicaron las leyendas y sus producciones (texto y dibujos). Estas adolescentes expusieron con desenvoltura, simpatía, entusiasmo, y demostraron ser muy responsables y aplicadas. ¡Gracias, chicas por su esfuerzo y colaboración!
Ellas son:
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Autora y expositora: Jazmín Pérez. Leyenda americana: "El último guayacán"
EL ÚLTIMO GUAYACÁN
La vieja payé, anciana hechicera de la tribu, caminaba apesadumbrada entre
los árboles de la selva, repitiendo una y otra vez con voz triste y monótona:
“El último guayacán morirá; con él desaparecerá un árbol muy querido por los
guaycurúes. No se verán más sus flores amarillas. Así lo ha dispuesto
Ñandeyará, el genio que habita en estas selvas. El guayacán no volverá a nacer,
porque sus flores perecerán irremediablemente, estériles”.
Los pájaros y los insectos lo observaban
curiosos y escuchaban con atención sus palabras. Aleteaban nerviosos y,
preocupados, se transmitían la noticia unos a otros.
Así fue como se enteró una bella mariposa
multicolor, una panambí, como la llamaban
los guaycurúes. Su delicado rostro se ensombreció. Sus alas de vivos colores se
batieron temblorosas, y voló apresurada hacia el lugar donde la última flor del
último guayacán se estremecía agitada por la brisa.
La corola amarilla fue un buen escondite
para la panambí. Allí se quedaría; si
el guayacán moría, ella lo haría a su lado.
El sol se ocultó por detrás de las copas de
los árboles, y los ruidos de la selva enmudecieron. La quietud de la noche no
tardó en llegar.
Las alas de la panambí quedaron unidas en un abrazo con los pétalos de la flor;
fueron las dos un único capullo que aguardaba su destino.
Pasaron los días, la flor se fue
marchitando, y sus pétalos cayeron.
La dulce panambí
se aferró fuertemente al cáliz que se mantenía unido a la rama y allí depositó
los huevos que darían nacimiento a nuevas mariposas.
Después, absorbió el néctar que aquél
contenía en su interior y voló hasta un pequeño arbusto, un güembé, llevando en sus patas el polen
de la flor. Resignada, esperó su destino.
Finalmente, en un rojo atardecer, cayó
sobre la tierra húmeda, que la recibió como madre amorosa. Con sus débiles
patas, cavó un hoyo y, conservando íntegro el germen de la vida, se hundió en
él.
Ñandeyará, trinando de envidia, había
observado todo y quedó profundamente conmovido por la generosidad de la panambí. Ella había entregado su vida al
último guayacán. Dos lágrimas brotaron de los ojos del genio y cayeron sobre el
cuerpecito casi inerte de la mariposa.
Luego desapareció, envuelto en una densa
neblina.
Sucedió entonces que las patas de la panambí se transformaron en raíces, y de
su cuerpo brotaron pequeñas hojas que crecieron y se hicieron un hermoso árbol
que, en primavera, se cubrió de flores amarillas, como aquella que había albergado
a la mariposa.
Al mismo tiempo, del cáliz que había quedado
sujeto al viejo guayacán, aparecieron una multitud de panambíes recién nacidas que se prendieron de sus ramas y
depositaron allí sus huevos. Aquella mariposa, con su generosidad, había
impedido que el último guayacán desapareciera de la Tierra.
Desde
entonces, las panambíes visitan
siempre a los guayacanes y son las que se encargan de depositar en la tierra
las semillas que darán origen a un nuevo árbol. Por eso se oye decir que los
guayacanes, en lugar de frutos, dan mariposas, o… panambíes.
¿Y Ñandeyará?
Nada se sabe de él. Lleva un destino errante, vaga meditabundo sobre las copas
de los guayacanes; ya no sabe si desea seguir siendo el genio de esa selva.
Versión de una leyenda guaycurú, de Mirta Cassano.
-Autoras y expositoras: Micaela Sierra, Lorena Gaona y Claribel Álvarez. Colaboraron en la producción: Luciana Baglio y Alexandra Sandoval. Leyenda: "La misión del colibrí"
Cuentan que hace muchísimos años, una terrible
sequía se extendió por las tierras de los quechuas. Los líquenes y el musgo se
redujeron a polvo, y pronto las plantas más grandes comenzaron a sufrir por la
falta de agua. El cielo estaba completamente limpio, no pasaba ni la más mínima
nubecita, así que la tierra recibía los rayos del sol sin el alivio de un
parche de sombra. Las rocas comenzaban a agrietarse y el aire caliente
levantaba remolinos de polvo aquí y allá. Si no llovía pronto, todas las plantas
y animales morirían.
En esa desolación, sólo
resistía tenazmente la planta de qantu, que necesita muy poca agua para crecer
y florecer en el desierto. Pero hasta ella comenzó a secarse. Y dicen que la
planta, al sentir que su vida se evaporaba gota a gota, puso toda su energía en
el último pimpollo que le quedaba.
Durante la noche, se produjo en
la flor una metamorfosis mágica. Con las primeras luces del amanecer, agobiante
por la falta de rocío, el pimpollo se desprendió del tallo, y en lugar de caer
al suelo reseco salió volando, convertido en colibrí.
Zumbando se dirigió a la
cordillera. Pasó sobre la laguna de Wacracocha mirando sediento la superficie
de las aguas, pero no se detuvo a beber ni una gota. Siguió volando, cada vez
más alto, cada vez más lejos, con sus alas diminutas.
Su destino era la cumbre del
monte donde vivía el dios Waitapallana. Waitapallana se encontraba contemplando
el amanecer, cuando olió el perfume de la flor del qantu, su preferida, la que
usaba para adornar sus trajes y sus fiestas.
Pero no había ninguna planta a
su alrededor. Sólo vio al pequeño y valiente colibrí, oliendo a qantu, que
murió de agotamiento en sus manos luego de pedirle piedad para la tierra
agostada.
Waitapallana miró hacia abajo,
y descubrió el daño que la sequía le estaba produciendo a la tierra de los
quechuas. Dejó con ternura al colibrí sobre una piedra.
Triste, no pudo evitar que dos
enormes lágrimas de cristal de roca brotaran de sus ojos y cayeran rodando
montaña abajo. Todo el mundo se sacudió mientras caían, desprendiendo grandes
trozos de montaña.
Las lágrimas de Waitapallana
fueron a caer en el lago Wacracocha, despertando a la serpiente Amarú. Allí, en
el fondo del lago, descansaba su cabeza, mientras que su cuerpo imposible se
enroscaba en torno a la cordillera por kilómetros y kilómetros.
Alas tenía, que podían hacer
sombra sobre el mundo. Cola de pez tenía, y escamas de todos los colores.
Cabeza llameante tenía, con unos ojos cristalinos y un hocico rojo.
El Amarú salió de su sueño de
siglos desperezándose, y el mundo se sacudió. Elevó la cabeza sobre las aguas
espumosas de la laguna y extendió las alas, cubriendo de sombras la tierra
castigada. El brillo de sus ojos fue mayor que el sol. Su aliento fue una
espesa niebla que cubrió los cerros. De su cola de pez se desprendió un copioso
granizo. Al sacudir las alas empapadas hizo llover durante días. Y del reflejo
de sus escamas multicolores surgió, anunciando la calma, el arco iris.
Luego volvió a enroscarse en
los montes, hundió la luminosa cabeza en el lago, y volvió a dormirse. Pero la
misión del colibrí había sido cumplida…
Los quechuas, aliviados, veían
reverdecer su imperio, alimentado por la lluvia, mientras descubrían nuevos cursos de agua, allí donde las sacudidas de Amarú hendieron la tierra.
Y cuentan desde entonces, a quien quiera saber, que en las escamas del Amarú
están escritas todas las cosas, todos los seres, sus vidas, sus realidades y
sus sueños. Y nunca olvidan cómo una pequeña flor del desierto salvó al mundo
de la sequía.